lunes, 28 de febrero de 2011

Bostezar (I)

A veces, cuando hablábamos por teléfono, ya tarde, empezabas a bostezar. Eran unos bostezos inmensos, enormemente contagiosos. Viajaban cientos de kilómetros en cuestión de segundos. Nada podía detenerlos. Lo recuerdo porque los niños, que siempre andaban enredando, se quedaban dormidos enseguida. Ya no les tenía que contar cuentos, ni convencerles para que dejaran el televisor. Eran una bendición. Esos bostezos. Tu padre, que siempre llamaba por las noches y de malas pulgas, dejó de interrumpir nuestras conversaciones y la despedida, entre promesas y besos, algún día estaremos solos, juntos para siempre, se hacía realidad por un momento. Sí, eran unos bostezos muy poderosos. Cuando me levantaba por la mañana aún podía observarlos flotando en el comedor, una especie de niebla que se esparcía por todas las habitaciones. La epidemia se extendió con rapidez. Podía verlos en cualquier parte, en el tendero de la esquina, en mis compañeros de la oficina, en mis vecinos, dormidos en el ascensor, o a punto de abrir sus casas.

3 comentarios:

  1. A cada bostezo ensanchamos nuestro espacio vital un poquito. Cuando la burbuja es lo suficientemente grande podemos flotar. Ahora lo entiendo.

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  2. Bueno, al menos, tienen un efecto terapeútico.

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