jueves, 5 de mayo de 2011

Tres de siete (Fin, por fin)

Raudo crucé la calle aprovechando que el tráfico había quedado paralizado por el accidente. Seguí sus pasos hasta una ferretería muy cercana. No quería que me viera, así es que cuando se disponía a salir de la tienda con una bolsa en la mano, corrí de nuevo hacia el portal con la esperanza de que volviera allí con su compra. Después de un minuto, que ocupé disimulando frente a un escaparate de una tienda de cortinas, mi deseo se vio cumplido. Saludó al portero, que charlaba en la calle con una pareja, y entró en el portal. El hombre parecía muy entretenido con la conversación, por lo que no se percató de mi presencia cuando traspasé la puerta del edificio. El ascensor se puso en marcha en el mismo momento en que llegué al vestíbulo. Lo seguí por las escaleras hasta que se detuvo en la tercera planta. Yo, agazapado como un animalillo asustado, preferí quedarme en el rellano del segundo piso. No oí ninguna puerta cerrarse. Tras gastar unos segundos intentando decidir qué hacer, subí hasta el tercero. Una de las puertas estaba entreabierta. Supuse que era la casa en la que Paula se encontraba. Dudé un momento y después entré sigilosamente. Un silencio sepulcral inundaba el espacio, hasta que oí un híbrido entre canto y oración proveniente de una de las habitaciones. De repente las voces pararon.

-Ven, Anacleto. Tú no lo sabes, pero te estábamos esperando –dijo una dulce voz femenina.

Sentí miedo, no obstante, irracionalmente, me adentré en el pasillo. Dos hombres me aferraron por los brazos y me introdujeron en la habitación hasta el centro de un círculo humano. Forcejeé durante unos segundos mientras me tumbaban en el suelo. Miré a Paula a la vez que alguien le entregaba la pulsera de la piedra morada. Repentinamente una calma indescriptible me embargó. Sentí el frío contacto del metal en mi garganta. Aquella sensación se tornó de inmediato en humedad caliente y pegajosa.

-Pensaba que a este gato le quedaban todavía cinco vidas –susurré, con un finísimo hilo de voz.

La inmensa señora de las acelgas me sonrió afablemente y mis ojos se cerraron.

6 comentarios:

  1. Antes de que digas nada, Bernardino, qué quieres, una también tiene sus escritos de juventud.

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  2. Estoy cogiendo fama de ogro. Me ha encantado el cuento y el final. Juventud divino tesoro.

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  3. Confieso que no pillo lo que se metió la señora de las acelgas entre pecho y pecho al principio del relato. ¿La daga ritual?

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  4. Me ha gustado mucho este relato de juventud, no sé si divino tesoro, pero juventud al fin y al cabo. El final, dulce y negro...

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