martes, 2 de febrero de 2010

Volver

Cuando llegué supe que debía regresar. No sé si fue esa mujer que caminaba con muletas o aquel hombre que balanceaba un palillo entre los dientes. Tal vez, fue la postura cómoda y desafiante de sus piernas. O el movimiento frágil de la anciana. Quizá, se debió al aire denso del vagón. O al trayecto que se difuminaba con la niebla, desdibujando los contornos, el perfil de los talleres que anunciaban nuestra llegada a la ciudad. Lo cierto es que al bajar el equipaje, mientras el tren aminoraba el paso, el hombre escupió su palillo. Al salir del compartimiento sus pasos esbozaron un gesto de suficiencia. La mujer se incorporó a duras penas. Su miedo a perder el equilibrio no le impidió ver la carta. Era un sobre rectangular, fechado unos días antes. Estaba en el sillón que había ocupado durante el viaje. Al verlo, tras avisarme del olvido o el descuido, recordé sus palabras, la caligrafía sobria y calculada, “sé que aún me recuerdas”. Trasladé el baúl de la anciana hasta el andén y luego, tras solicitar la ayuda de un mozo, se desvaneció entre los viajeros. Su paso, entonces, se volvió más seguro. Tal vez, el suelo firme afianzaba la posición y el movimiento de sus muletas.
Cuando caminaba hacia el vestíbulo vi a Andrea en la cafetería de la estación. Estaba sentada en una de las mesas de la terraza, con las piernas cruzadas y la espalda reclinada sobre el asiento. Para entonces, la niebla se había dispersado y a través de los ventanales se observaba el bulevar, la fachada de los edificios próximos. No había cambiado mucho. Tal vez, la ropa o el cabello más corto. Es posible que se debiera a su gesto que imaginé o entreví en tanto me acercaba. O a sus gafas oscuras. Quizá, fue su aire ausente y despreocupado mientras se anunciaba la llegada de nuevos trenes. O al hombre de los palillos que aguardaba en la barra, expectante, observando el reloj y el vestíbulo ya vacío o más disperso de viajeros, a la espera de alguien que se retrasaba y que tal vez nunca llegase.
Lo cierto es que al empujar la puerta de entrada, antes de que advirtiera mi presencia, me detuve y encendí un cigarro. Esperé unos minutos, de espaldas a ella, frente a los paneles donde se registraban las incidencias y los destinos. Busqué la carta, sus palabras, los deseos de reconciliación, pero no lograba encontrarla. Tal vez, la perdí o la olvidé en el vagón. Quizá se la llevó el mozo con el equipaje de la anciana. Entonces tomé conciencia de cuánto me había alejado de todo y me dirigí de nuevo hacia al andén.

1 comentario:

  1. Me ha gustado el cuento, tal vez por contar algo que conozco, quizás por al mismo tiempo ser predecible y sorprendente, o por que sé lo que ponía en la carta. Tal vez, quizá, quien sabe...

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