Era el tiempo, su tiempo, en que el mito se entretejía en el telar de las acciones cotidianas, metamorfoseando las deidades hasta que llegaban a ser cosa humana.
Así que Palas hilandera maneja habilidosa la rueca, mientras la insolente lydia prepara los hilos ocres y tierra que el viejo artista trenza en su paleta de pintor. Después impregna de ellos el lienzo en vaporosas y luminosas pinceladas de temprano impresionismo. El resultado es sublime, pero el genio está cansado. Y mientras trenza estos hilos, él lo sabe, llegan los últimos trazos de su claroscuro vital.
Que agonía tan dulce.
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